El paso del tiempo siempre conlleva una modificación de las costumbres y, la mayor parte de las veces, el avance científico-técnico. En muchas ocasiones hemos visto como lujos aparentemente inaccesibles se convertían, en unos pocos años, en cosas totalmente comunes al alcance de cualquier bolsillo. Sucedió con la radio, la televisión, los ordenadores… y, hace ya mucho tiempo, con la fotografía (entendida como concepto amplio. A lo largo del artículo hablaremos de la misma como proceso fotoquímico de captación de imágenes, con independencia del soporte utilizado y sin hacer distinciones entre ellos).

Así, a mediados del siglo XIX encargar la realización de un daguerrotipo podía suponer, sin mucho problema, invertir el sueldo de una semana. Posteriormente, ya casi en el siglo XX, solicitar la realización de una foto más o menos tal y como la conocemos ahora seguía resultando bastante caro, aunque el proceso era sensiblemente menos prohibitivo que la toma de daguerrotipos. Si unimos a esto las limitaciones técnicas propias de la época podremos comprender fácilmente por qué resultaba habitual que la mayor parte de seres humanos jamás fueran fotografiados a lo largo de toda su vida, reservándose este tipo de cosas para los actos verdaderamente extraordinarios. En este contexto surgió el tipo de fotografía post mortem a la que dedicamos el artículo de hoy.

En primer lugar debemos tener en cuenta que por "fotografía post mortem" en general se entiende toda aquella realizada tras el fallecimiento de un individuo, por lo que es un término que engloba campos tan diversos como la toma de imágenes forenses, el registro de disecciones o la documentación periodística, en algunos casos. Sin embargo, el objeto de este texto no son esas disciplinas, sino las imágenes post mortem tomadas como recordatorio familiar del fallecido, es decir, fotografías encargadas por particulares para su utilización o exhibición privada, en general, dentro del propio hogar. Con esto presente vamos a trazar una historia, muy breve, de un género que fue tan famoso en su tiempo como oscuro y olvidado hoy en día.

El daguerrotipo se inventó allá por el año 1839 y fue obra del francés Louis J.M.Daguerre, que era tanto artista como químico. De forma casi inmediata se desató una fiebre por el nuevo proceso de captación de imágenes (en boga hasta 1860, cuando los negativos al colodión y otras técnicas más modernas terminaron con él) que permitía obtener unos resultados sumamente espectaculares y detallados a costa de ciertas limitaciones técnicas, como los largos tiempos de exposición y la ausencia de negativos tal y como hoy los conocemos. El proceso no era sencillo, ya que pasaba por el empleo de una placa de cobre plateada por galvanización que luego se pulía hasta que resultara reflectante como un espejo. Posteriormente, la placa se exponía a vapores de ioduro de plata, lo que le confería sensiblidad a la luz. La imagen se
"revelaba" sometiendo la placa a vapores de mercurio, que resultaban afines a las zonas expuestas, formándose en ellas una amalgama de mercurio y plata (de color blanco). Después aún había que fijar la imagen resultante con varias sales, retirar el exceso de yoduro de plata, lavar y secar la placa. Inicialmente el tiempo de exposición requerido para realizar un daguerrotipo era realmente largo, y rondaba los quince-treinta minutos, sin embargo, en los años finales se redujo a tan sólo diez segundos, lo que positibilitó el empleo de esta técnica para la toma de retratos.

Tan pronto como el daguerrotipo se popularizó comenzaron a aparecer las primeras tomas post mortem. Tras la muerte, la familia del fallecido se enfrentaba cara a cara con la desaparición del mismo y sólo el registro de su imagen a través de un proceso fotoquímico les permitía conservar un último recuerdo material de su aspecto. Por si esto fuera poco, los cuerpos exánimes resultaban el blanco perfecto para los daguerrotipistas, limitados por los largos tiempos de exposición requeridos para impresionar sus placas fotosensibles. Muy escasas al principio, el número de imágenes post mortem fue creciendo exponencialmente a medida que la adquisición de una fotografía se convertía en algo más o menos "común". En 1860 prácticamente todos los miembros de la sociedad podían permitirse el pago de un retrato, lo que popularizó en gran medida la difusión de los mismos. Sin embargo, el proceso seguía reservándose para eventos especiales, y además, fotografiar a los muertos siempre fue especialmente gravoso para las familias que encargaban la tarea. En muchos casos se justificaba el precio argumentando que el fotógrafo debía desplazarse hasta el lugar donde el fallecido estaba depositado, sin embargo, la razón real distaba un tanto de esa excusa. Lo que sucedió fue simple, hubo un momento en que la fotografía post mortem se popularizó muchísimo en ciertas zonas del planeta y prácticamente era un requisito social "obligatorio" su realización, lo que encareció los precios enormente, ya que la familia se veía forzada a realizar el pago sí o sí, sobre todo teniendo en cuenta el breve plazo de tiempo disponible para realizar la toma antes de sepultar cuerpo. Tal fue la difusión del fenómeno en Europa y Norteamérica que muchos fotógrafos se especializaron en gran medida y no eran extrañas las exposiciones reservadas exclusivamente a este tipo de tomas.

En los primeros tiempos los cuerpos muertos usualmente se retrataban como si estuvieran dormidos, lo que otorgaba a los mismos una imagen de naturalidad al tiempo que se simbolizaba el "eterno descanso" del fallecido, pero también fue muy común disponer los cadáveres de tal manera que simularan estar realizando algún acto cotidiano, proceso que incluía, en muchos casos, abrir los ojos del difunto utilizando utensilios diversos (en general, una cucharilla de café) y resituar correctamente el ojo en la cuenca. De hecho, se solía dar completa libertad a la persona encargada de tomar la imagen para vestir y disponer el cuerpo como considerara apropiado. Muchos de los fotógrafos de aquel entonces se convirtieron en auténticos expertos del maquillaje, llegando a obtenerse resultados muy espectaculares en algunos casos y bastante patéticos en otros. En general, las fotografías podían tomarse en picado o contrapicado, pero era muy común disponer la máquina a la altura del rosto del fallecido. La cara se enfatizaba en gran medida y en muchos casos se suprimía cualquier tipo de ornamentación, lo que lleva a una confrontación directa y cruda con la persona muerta cuando se observa el retrato. Posteriormente, se incluyeron algunos otros adornos, como las flores. En general no se utilizaron los símbolos comunes reservados tradicionalmente a la muerte dentro de las obras pictóricas, aunque también hubo excepciones a esto último.